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El corazón del pintor. Para leer.

Cuentos para leer II-B.

Hojas caídas: ocres y marrón; anaranjado con una pizca de mostaza y grosella.

Nieve en la rama del abedul: blanco con gotas de azul tintado de añíl helado.

Una rosa en el primer atardecer de mayo: más rosa sobre amarillo emocionado, con un rubor de carmín.

La cala más recóndita a primera hora de una mañana de verano… Uffffffffffff … eran tantas combinaciones de color que no quería que se le escapase ninguna.


– Vamos a ver: oro blanco, azul natural en trazos violetas y malvas… un poco más de blanco nube y verde mar encima de tanto azul… y verde esmeralda en los pinos, aquellos tan esbeltos… y…

Ignacio se encontraba contemplando el atardecer en un pequeño rincón del río que discurría a las afueras de su pueblo, y que un capricho muy pictórico de la naturaleza, había convertido en un bello paraje donde respirar profundo.

Sus amigos hacía tiempo que le habían dejado allí (“eres imposible”, había sentenciado Ramón), y jugaban a unos metros un partidillo de fútbol en el que lo de menos importaba era quién ganara y en el que las heroicas y esforzadas carreras y chutes a la portería, solo tenían la ilusión de provocar admiración en las chicas…

Ignacio escuchaba los gritos de sus colegas a lo lejos, pero seguía concentrado.

– Vamos a ver, si mezclase un verde musgo con el primer rayo de sol de una mañana de invierno… ¿qué color combinaría mejor para resaltar el brote de aquella flor que florecía en marzo?

Todo tenía su color, su paleta bien lo sabía, así que no podía fallar. Sí, el violeta manchado con tinte de agua. ¡ese quedará perfecto!

– Ignacioooooooooooooooooo, Ignacioooooooooooooo- Gritaba su madre.

Y así terminaba una tarde más en el río, con el anuncio de la cena preparada en casa y la llegada de un nuevo día para aprender mucho (como siempre le recordaba don Mateo, el maestro de la escuela).

En la escuela, su pupitre escondía su bien más preciado, una carpetilla y dentro, todos los dibujos que con su imaginación y su habilidad habían coloreado los pocos lapiceros Alpino que en su casa los Reyes Magos habían dejado.

Todo eran elogios:

– ¡Qué bonito te ha quedado el de la casa del abuelo!- Gritaba su hermana María emocionada.

Sin embargo, algo faltaba, algo que solo su mirada encontraba, algo faltaba, sí definitivamente algo…

Ignacio siguió viviendo la vida del pueblo y aprendiendo en la escuela. Continuó imaginando hermosos paisajes todas las tardes en aquel rincón al lado del río y volviendo a casa con mil y una ideas revoloteando en su cabeza, y creció y creció.

Llegó el gran día, el final de la escuela, el comienzo de una nueva vida, de su vida.

Sus sueños se mezclaban siempre en la paleta de colores:

– ¡Algún día seré un gran pintor!

Todos desde pequeño habían alabado sus pinturas, pero sentía que aún faltaba mucho, y sufría por alcanzar el día en que creara la obra por la que seguía pintando y mezclando colores, imaginando y viviendo.

– Tan solo espera unos cuantos años, el tiempo es el más sabio maestro- le recordó Don José el maestro.

Y así, con pena en el alma por la partida, y alegría en los ojos por su nueva aventura, marchó a trabajar a la gran ciudad.

Nada le recordaba a su pueblo en la gran ciudad, y eso le asustaba. ¿Recordaría siempre los tonos azulados de la nieve sobre la campana de la iglesia? ¿Llegaría el día en que no sabría dibujar un pajarillo jugando con la cebada en el campo?

¿El gris que ahora le rodeaba le serviría para combinarlo con los miles de colores que su imaginación había creado?

Así transcurrían sus días, aprendiendo, añorando y buscando, hasta que un día, uno cualquiera, algo marcó la diferencia: veinticuatro pequeñas horas que trajeron de nuevo el dorado de un sol de verano a su vida.

Ahí estaba ella, sentada en la escalera de aquella vieja casa por la que Ignacio habría pasado mil veces antes de aquella.

Ahí estaba, contemplaba el brillo azulado de las nubes que traen los primeros días de la primavera. Sin imaginar que un muchacho, un muchacho aspirante a pintor, también contemplaba su rostro abstraído.

Bastaron unos cuantos segundos y, el súbito escalofrío que le recorrió desde el cuello, hizo que sus pies se pusieran en marcha, y el caminar de sus pies hizo que le acercaran tanto a ella que no le quedara más remedio que iniciar una tímida conversación, y de paso averiguar cómo era la voz de la que tan reposadamente admiraba la bella mañana:

– Hola, mi nombre es Ignacio, ¿qué estás contemplando? (ahora caía: ni siquiera le había preguntado su nombre)

– Hola – contestó ella ruborizándose- no sabía que estabas aquí… Me había quedado colgada de esa nube, ya sabes, como Antoñita la fantástica.

– No, no lo sé… quiero decir, no sé quién es esa Antoñita. Perdona, es que me pareció que buscabas un tono de azul, ese que… Perdóname otra vez, soy un grosero…. ¿cómo te llamas? ¿no me dirás que Antoñita, ¿verdad?

Ella soltó una carcajada. ¿Sólo una carcajada? Noooo, no era como cualquier otra, era limpia, sonoramente musical, incluso podría decir que, si sostenidos en el aire, aparecieron mágicamente acordes de colores. ¿Era eso posible?

Así pasó toda la tarde Ignacio, pensando en ella, en su sonrisa, en los colores que aún no era capaz de plasmar en su paleta…

Y al día siguiente, siguió escuchando esa risa y al siguiente también.

Cada día se apresuraba después del trabajo por llegar al lugar en que había conocido a la chica de la risa de colores y cada día volvía a casa con la esperanza de verla al día siguiente.

Mientras, mezclaba en su paleta todos los colores del arcoíris por si llegase a encontrar los matices de aquella risa que seguía en su cabeza, y tanto lo intentaba que ya no solo la escuchaba claramente en la mañana, cuando daba un paseo, o por la tarde cuando volvía a pasar por delante de la vieja casa.

Ignacio empezó a sentirla en los latidos de su corazón… pum pum pum, jajajajjajaa… pum pum pum, jajajaja.

– Si mi corazón sabe de qué color es su risa, entonces seguro que podré pintarla -se dijo Ignacio- y siguió mezclando colores.

Claro que Ignacio tenía razón: solo un corazón de pintor puede encontrar el brillo adecuado para el carmín de unos labios, solo él puede marinar el silbido del aire con el marfil de los que lo libera, tan solo el corazón de un pintor.

Y lo consiguió, consiguió plasmar en su lienzo el motivo que le tenía enamorado, consiguió pintar un retrato de ella.

Y logró pintar cualquier motivo que su ensoñación le “soplase” a su corazón. Ningún paisaje por muy lejano que estuviese, le era ya desconocido, siempre tenía en su paleta los colores que hacían de aquel lugar, un lugar para compartir con su amada.

Una tarde, después de convertirse en un auténtico pintor, mientras pasaba como cada día por delante de la escalera de la vieja casa, un conocido sonido le brindó su premio: ella se quedó con su retrato y él se quedó con ella.
Reflexiones.

Este relato corto nos hace reflexionar sobre la pintura que es una hermosa forma de comunicación. Las palabras se visten de colores, tonos y brillos. Pero son palabras que nacen del corazón y por eso cada cuadro que cuelga de una pared está en verdad construido a base de emociones, recuerdos que evocan sentimientos, y encuentros que hacen vibrar el corazón.

Este bello relato: ‘El corazón del pintor’, refleja el momento en el que nace el amor, el sentimiento más poderoso, el único capaz de inventar colores.

Este relato corto nos habla de amor, de sentimientos, de recuerdos, de emociones, de todo aquello que nos mantiene vivos, que nos ayuda a construir una historia. Puede serte útil para explorar tus recuerdos y por supuesto, tus sentimientos. ¿Cómo fue ese primer amor? ¿Qué sentiste? ¿Aún podrías evocar ese momento? .

¡Feliz día!

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